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miércoles, 26 de febrero de 2014

Una canción muy especial...

Esta canción forma parte de una película que marcó mi infancia, junto a las famosas revistas... Es de la película de García Farré, "Trapito". 
La comparto con ustedes, para que puedan transmitirselas a sus niños y no se pierda una maravilla de la cultura literaria Argentina, como han sido las periódicas ediciones de la revista y todos sus personajes.


lunes, 24 de febrero de 2014

Sal de ahí chivita! - Luis M. Pescetti

 ¡¡Fabuloso!! ¿Quién no la ha cantado alguna vez? Compartamos esta linda canción con nuestros niños...

jueves, 20 de febrero de 2014

EL ÁRBOL DE LAS VARITAS MÁGICAS - Ricardo Mariño

¡Nada más lindo que jugar con las palabras! 
Un cuento muy lindo, para compartir, jugar y divertirse con maguitos y maguitas...

EL ÁRBOL DE LAS VARITAS MÁGICAS
Faltaba poco para que empezara la función del Circo de los Hermanos Tortorella. El público ya estaba acomodado en sus butacas; los artistas tenían puestos sus trajes y esperaban ansiosos detrás del telón.
Como hacía siempre antes de la función, el Fabuloso Mago Kedramán fue a su camarín a ensayar su número.

Pronunció las palabras mágicas; “Protomedicato... protomedicato...” y a continuación pidió: “Que aparezca una cala... que aparezca una cala”.

Finalmente dio dos golpes con la varita mágica sobre su galera y esperó...

Apareció una calandria.

El Fabuloso Mago Kedramán pensó que algo debía haber fallado en sus pases mágicos, así que volvió a probar. Esta vez le pidió a su varita que hiciera aparecer un palo...

Apareció una paloma.

El Mago Kedramán miró preocupado a su varita. Por las dudas, siguió probándola:

Le pidió una cana.
Apareció una canaria.
Le pidió una bala.
Apareció una balanza.
Y ya, tirándose los pelos de rabia...
Le pidió una sopa.
Apareció una sopapa.
Le pidió una bomba.
Apareció una bombacha.

¡La varita funcionaba mal! ¡Y faltaba muy poco para que él tuviera que hacer su número! ¿Qué podía hacer? El Fabuloso Mago Kedramán decidió que lo mejor era consultar a un varitero.

El varitero era un hombre barbudo y panzón, que en su juventud había sido mago en los mejores circos del mundo, y que ahora se dedicaba a reparar varitas mágicas. Nunca había logrado arreglar ninguna, pero era el único varitero de la ciudad.

El Fabuloso Mago Kedramán llegó agitado a la casa del varitero y casi a los gritos le explicó su problema.

El varitero estuvo un momento pensativo, rascándose la barba, y por fin dijo:

-Ya sé, esta varita exagera. Hay que cortarle cinco centímetros.

-¿Está seguro? -preguntó tímidamente Kedramán.

-¡Pero claro, hombre! Agarre ese serrucho y córtele cinco centímetros.

El Mago Kedramán le cortó cinco centímetros a la varita y enseguida la probó:

Le pidió un soldador.
Apareció un soldado.
Le pidió un geniol.
Apareció un genio.
Le pidió seda.
Le dio sed.

–Ajá –murmuró el varitero, rascándose la barba y la nariz-. Ya sé: tiene que agarrarla al revés. Pruebe agarrándola por el otro extremo...

El Fabuloso Kedramán la probó tomándola al revés...

Le pidió una banana.
Apareció un ananá.
Le pidió una cala.
Apareció un ala.
Le pidió un barco.
Apareció un arco.

-Ajajá -murmuró el varitero, rascándose la barba, la nariz y la frente-. Ya sé: córtela por la mitad.

-¿Usted cree que cortándola puede andar bien? –preguntó Kedramán.

-¡Pero por supuesto! ¿Quién es el varitero? ¿Usted o yo? Córtela por la mitad y pruebe.

El Fabuloso Kedramán la cortó por la mitad y probó:

Le pidió un camaleón.
Apareció una cama y un león.
Le pidió un soltero.
Apareció un sol y un tero.

-Ajajajá –murmuró el varitero, rascándose la barba, la nariz, la frente y la nuca-. Córtela en tres...

-¿En tres?

-¡En tres sí! ¡Y pruébela!

El Fabuloso Kedramán la cortó en tres y la probó:

Le pidió una balanza.
Apareció una bala, un ala y una lanza.
Le pidió un terremoto.
Aparecieron una erre, un remo y una moto.

-Ajajajajá –murmuró el varitero, rascándose la barba, la nariz, la frente, la nuca y la oreja-. Córtela en cuatro...

-¡No!

-¡Sí!

-¡No!

-¡En cuatro! ¡Y pruébela!

Refunfuñando, el Fabuloso Mago Kedramán cortó la varita en cuatro partes y la probó:

Le pidió un astrónomo.
Aparecieron un as, un astro, un trono y una botella de ron.
Le pidió una comarca.
Aparecieron una coma, un mar, una marca y un arca.

-Ajajajajajá -murmuró el varitero, rascándose la barba, la nariz, la frente, la nuca, la oreja y el cuello-. Ahora córtela en cinco...

-¡BASTAA! –gritó enojado el Fabuloso Mago Kedramán-. No pienso cortar más la varita.
¡Me cansé! –el varitero lo miró asustado-. ¿Sabe qué voy a hacer? Le voy a pedir a la varita que se arregle ella misma.

Kedramán tomó las cuatro partes de la varita y pronunció la palabra mágica: “Protomedicato... protomedicato... ” Después pidió que la varita se arreglara sola.

Hubo como una pequeña explosión y una humareda. Kedramán y el varitero miraron asustados.

Cuando el humo desapareció, el Fabuloso Mago Kedramán y el varitero ya no estaban en la casa de éste, sino en una montaña de Arabia.

Ante ellos había 500 árabes con turbante blanco y un árabe con turbante rojo. El árabe con turbante rojo miró al Mago Kedramán, al varitero, y a los 500 árabes de turbante blanco y dijo:-Síganme...

Caminaron durante unos minutos hasta que llegaron a un bosque y se internaron en él. De pronto, el de turbante rojo se detuvo ante un gigantesco árbol y dijo: –Es éste. Este es el árbol de las varitas mágicas. Hay que arrancar una rama, la más alta, y hacer con ella una varita. Enseguida, señalando a uno de los de turbante blanco, le ordenó:

-Sube tú, Abdulito.

El hombre trepó ágilmente hasta llegar a la rama más alta. La arrancó y bajó rápidamente. Después, frotó la rama entre sus manos y se la dio al que estaba segundo en la fila. El segundo frotó la rama entre sus manos y se la pasó al tercero. Y el tercero al cuarto y el cuarto al quinto, hasta llegar al número 500. Cuando el número 500 la terminó de frotar y se la pasó al de turbante rojo, la rama era ya una varita perfectamente pulida y reluciente.

Entonces el árabe de turbante rojo hizo una reverencia y le alcanzó la varita al Fabuloso Mago Kedramán.

No bien Kedramán agarró la varita entre sus manos, volvió a formarse la humareda. Cuando el humo desapareció, los árabes ya no estaban, y el Mago Kedramán y el varitero volvieron a aparecer en la casa del varitero.

-Probémosla –dijo ansioso el varitero.

-No, no hay tiempo –contestó nervioso Kedramán-. Me tengo que ir volando para el circo...

Entonces la varita tembló en las manos del mago e inmediatamente apareció una alfombra mágica.

-¡Es un fenómeno! -exclamó el varitero-. ¡Qué bien la arreglé!

Kedramán se sentó en la alfombra y salió volando por la ventana. Pasó por encima de los edificios de la ciudad y llegó al circo justo cuando el príncipe Patagón lo estaba anunciando. Dio varias vueltas por encima del público y aterrizó en el centro de la pista.

El público gritaba: ¡Genio!

El único problema que tiene desde entonces el Fabuloso Mago Kedramán es que cada vez que le pide a la varita un pan francés, aparece un pan árabe y, si le pide una camilla, aparece un camello. Pero en todo lo demás, no falla nunca.

CUENTO CON OGRO Y PRINCESA - Ricardo Mariño

Ricardo Mariño nos ofrece una visión diferente de las princesas, a través de este maravilloso cuento que atrapa a niños y grandes. ¡¡¡A disfrutar!!!
 
CUENTO CON OGRO Y PRINCESA - Ricardo Mariño
Fue así: yo estaba escribiendo un cuento sobre una Princesa. Las princesas, ya se sabe, son lindas, tienen hermosos vestidos y, en general, son un poco tontas. La Princesa de mi cuento había sido raptada por un espantoso Ogro. El Ogro había llevado a la Princesa hasta su casa-cueva. La tenía atada a una silla y en ese momento estaba cortando leña: pensaba hacer “princesa al horno con papas”. Las papas ya las tenía peladas.

Es decir había que salvar a la Princesa.

Pero no se me ocurría cómo salvarla. El cuento estaba estancado en ese punto: el Ogro dele y dele cortar leña y la Princesa, pobrecita, temblando de miedo. Me puse nervioso. Más todavía cuando el Ogro terminó de cortar, acarreó la leña hasta la cocina y empezó a echarla al fuego. En cualquier momento dejaría de echar leña y acomodaría a la Princesa en la enorme fuente que estaba a su lado. Agregaría las papas, un poco de sal, y zas, ¡al horno! ¿Qué hacer?

Se me ocurrió buscar en la guía telefónica. Descarté llamar a la policía (en las películas y en los cuentos la policía siempre llega tarde); tampoco quise llamar a un detective (no soporto que fumen en pipa en mis cuentos). Por fin, encontré algo que me podía servir:

“Rubinatto, Atilio, personaje de cuentos. TE 363-9569”

-Hola, ¿hablo con el señor Atilio Rubinatto?

-Sí, señor, con el mismo.

-Mire, yo lo llamaba… en fin, por la Princesa…

-¿Qué le pasa? ¿Está triste?

-Sí, más que triste.

-¿Qué tendrá la Princesa?

-La van a hacer al horno.

-¿Al horno?

-Sí, con papas.

-¿Quién?

-¿Quién qué?

-¿Quién la va a cocinar?

-El Ogro, ¿quién va a ser?

-Pero mire un poco. ¡Las cosas que pasan! Y uno ni se entera. Ya no se puede salir a la calle. Adónde iremos a parar. Casualmente, hoy le comentaba a un amigo que…

-Escúcheme, Rubinatto.

-Sí.

-Lo que yo necesito es que usted participe en el cuento.

-¿Qué cuento?

-En el que estoy escribiendo. Quiero que usted haga de héroe que salva a la Princesa.

-Bueno, no le niego que la oferta es interesante, pero, en fin, últimamente estoy muy ocupado. Tengo trabajo atrasado…

-¿Trabajo atrasado?

-Claro. Tengo que hacer de sapo pescador que se transforma en sardina en un cuento que se llama “Malvina, la sardina bailarina”. Además, me falta repartir como treinta cartas en un cuento donde hago de “viejo cartero bondadoso”. Es un personaje muy lindo, todos los chicos lo quieren…

-¿Piensa dejar que el Ogro se coma a la Princesa? Usted no tiene sentimientos. Es un monstruo.

-Ya le digo, ando muy ocupado. No sé, si me hubiera avisado con tiempo, lo hacía gustoso… Llámeme en otro momento.

-¡Qué otro momento! Si esperamos un minuto más, chau Princesita. Rubinatto, usted no puede hacer esto, qué pensarán sus admiradores…

-Es cierto…

-Van a pensar que usted es un cobarde, un…

-Está bien, está bien. Veré qué hago. No, usted tiene que decirme qué hago, ¿qué hago?

-Y… puede hacer de vendedor de manteles. Ahí está. Listo. Usted hace de vendedor de manteles. Llega hasta la casa del Ogro. Llama a la puerta. Cuando el Ogro abre, usted le da un par de sopapos. Después desata a la Princesa y escapan… ¿qué le parece?

-¡Ni loco! ¿De vendedor de manteles? De Príncipe o nada. Y al final, después que la salvo, me caso con ella.

-No, de vendedor de manteles.

-¡De Príncipe!

-¡Vendedor de manteles!

-¡Príncipe o nada!

-Está bien, haga de Príncipe… me va a arruinar el cuento, pero por lo menos salva a la Princesa.

Y llego en un caballo blanco y tengo una gran capa dorada.

-Sí, todo lo que quiera, pero apúrese porque si no…

-Y ahora la meto en la fuente y listo –dijo el espantoso Ogro, pellizcando el cachete de la Princesa.

En eso se escuchó que alguien gritaba fuera de la casa-cueva:

- ¡Ehh! ¿Hay alguien en la casa?

¿Quién sería? El Ogro se asomó a la ventana. Vio que del otro lado de la verja de su casa-cueva había un tipo muy extraño montado en un caballo blanco. Llevaba una capa dorada pero se notaba que se había vestido de apuro. Tenía la ropa mal puesta, la camisa afuera, una bota sin atar, y el pelo desprolijo.

-¿Qué quiere? –le preguntó el Ogro desde la ventana.

-Soy el Príncipe Atilio.

-¿Y a mí qué me importa? –contestó el maleducado del Ogro.

-Es que ando vendiendo manteles…

-Manteles, ¿eh?

-Sí. Tengo algunos en oferta que le pueden interesar. Lavables. Estampados. Confeccionados en fibras de tres milímetros. En cualquier negocio cuestan dos o tres pesos. Yo, el Príncipe Atilio, se lo puedo dejar en tres centavos.

El Ogro lo pensó. La verdad que no le venía mal un lindo mantelito. La cueva estaba hecha un asco. Y ya que se iba a dar un festín de “princesa al horno con papas”, ¿por qué no estrenar un mantelito si estaban tan baratos?

-Espere. Ya le abro –dijo por fin el Ogro.

Atilio bajó del caballo.

Acá viene la parte de las piñas.

-Tomá. Agarrá el mantel –le dijo el Príncipe Atilio.

Cuando el Ogro lo agarró, le dio una trompada que lo hizo volar exactamente 87 metros y 34 centímetros. Pero el Ogro se levantó, arrancó un sauce de más de 3.600 kilos y se lo dio por la cabeza al Príncipe. Antes de que el Ogro saltara sobre él a rematarlo, el Príncipe agarró una piedra de más o menos cuatro mil kilos y se la tiró sobre el dedito gordo del pie derecho. El Ogro la esquivó y rápidamente hizo un pozo en la tierra de un metro y medio de diámetro y diez metros de hondo, para que el Príncipe cayera adentro.

Era una pelea muy dura.

El Príncipe, queridos lectores, desgraciadamente cayó al pozo.

El Ogro volvió contento a su casa.

Pero cuando llegó, la Princesa ya no estaba. La había desatado el caballo blanco del Príncipe. La Princesa subió al caballo y juntos fueron a sacar al Príncipe Atilio del pozo.

-Amada mía –le dijo el Príncipe Atilio desde allá abajo al reconocer el rostro angelical de la Princesa.

-Amado mío –respondió la Princesa.

-He venido a salvarte –le dijo el Príncipe.

-¡Oh! ¡Qué valiente!

-He venido por ti.

-Has venido por mí.

-Pero si no me sacas de aquí, no podré salvarte.

-Oh, si no te saco de ahí, no podrás salvarme.

-Amada mía.

-Amado mío.

-¿Por qué no se apuran un poco, che? –se quejó el caballo-. Va a venir el Ogro y este cuento no se va a terminar nunca.

Huyeron.

Se casaron, fueron felices, pusieron una venta de manteles y nunca se acordaron del Ogro.

IRULANA Y EL OGRONTE - Graciela Montes

 Este es un cuento diferente, que nos ayuda a introducir en las salas las cuestiones actuales sobre el género... los invito a disfrutarlo; pero ¡ojo! Que no les de mucho miedo.

IRULANA Y EL OGRONTE

Aviso que este es un cuento de miedo: trata de un pueblo, de un ogronte y de una nena. El ogronte no tenía nombre, pero la nena, sí: algunos la llamaban Irenita, y yo la llamo a mi modo: Irulana.
Conviene empezar por el ogronte, porque es lo más grande, lo más peludo y lo más peligroso de esta historia.

No todos los pueblos tienen un ogronte. Pero algunos tienen, y éste tenía.

Cuando se terminaba la tarde y el sol se ponía rojo (porque en los cuentos también se ponen rojos los soles), la cabeza peluda del ogronte brillaba como la melena de un león inmenso. Y la gente del pueblo sentía mucho miedo.

La gente, en cuanto se despertaba a la mañana, pensaba: ¿Cómo habrá amanecido el ogronte hoy?

Era importante saber cómo había amanecido el ogronte. Por ejemplo, si el ogronte estaba resfriado, había que reforzar las puertas y las ventanas para que no se abrieran de golpe con los estornudos. Y no se podía sacar a pasear a los perros demasiado chiquitos porque podían rodar calle abajo y volarse hasta la orilla del río.

En cambio, si el ogronte se ponía a picar cebolla (las cebollas crudas y las nubes del amanecer bien cocidas son las comidas preferidas de la mayor parte de los ogrontes), había que salir con botas, y hasta con botes llegado el caso.

Si estaba contento y carcajeaba, había que guardar los floreros en los roperos para que no se cayeran al suelo con los temblores.

Si se ponía a cantar, había que envolver con trapos los espejos.

Y si estaba enojado… Bueno, todos cuidaban mucho que el ogronte no se enojara.

Siempre le decían: “Buenos días, señor Ogronte” y “Buenos noches, señor Ogronte”, con muchísimo respeto. Y todas las tardes iban hasta el pie de la montaña y le dejaban canastos repletos de cebolla, vacas muy gordas y flores de colores raros. Y le hacían una gran torta para el día de su cumpleaños. Y le cantaban canciones para que durmiese. Todo para que no se enojase. Pero igual un día el ogronte se enojó.

Se enojó porque sí (¡vaya uno a saber por qué se enojan los ogrontes!).

Se notó que se había enojado porque empezó a gritar y a rugir y a mover los brazos en el aire como un molino. Y porque sus dientes enormes (no se imaginan ustedes lo enormes y lo filosos que son los dientes de los ogrontes enojados) brillaban más que su melena del atardecer.

El pueblo entero se arrugó de miedo.

De miedo a que lo comieran. Porque ya se sabe que los ogrontes, cuando se enojan, se comen pueblos enteros, con sus casas, sus personas, sus calles y sus kioscos. Y sus perros. Y las petunias de sus jardines. Y sus tarros de galletitas. Y sus boletos capicúa. Y sus estaciones, con trenes y todo.

La gente salió corriendo. Algunos iban con las orejas tapadas (taparse las orejas no protegía del enojo del ogronte, pero al menos ayudaba a que sus rugidos molestasen menos).

Pero yo dije al principio que éste era el cuento de un pueblo, de un ogronte y de una nena. Ahí está la nena – ¿la ven? – es esa de rulitos en la cabeza: Irulana. Es la única que no corre.


A mí no me pregunten por qué no corrió Irulana. Vaya uno a saber por qué no salen corriendo las Irulanas cuando vienen los ogrontes. Los que contamos los cuentos no tenemos por qué saberlo todo.

Yo lo único que sé es que Irulana no corrió sino que se sentó a esperar en un banquito.

Tal vez era muy valiente.

Tal vez era un poco chiquita.

Tal vez estaba demasiado cansada.

Se sentó en un banquito verde en una calle vacía (todas las calles estaban vacías en ese pueblo).

Cuando se terminó la tarde y el sol se puso rojo, la cabeza peluda del ogronte brilló más que nunca. Los dientes brillaron más todavía, y rugidos enormes sacudieron el suelo.

Irulana tuvo miedo. Y más miedo tuvo cuando vio que el ogronte se empezaba a mover.

"Ahora viene y se come al pueblo", pensó Irulana.

Y, efectivamente (no se olviden de que yo avisé que éste era un cuento de miedo): en cuanto llegó la tarde el ogronte empezó a comerse el pueblo. (Ya sé que esto es terrible, pero qué se le va a hacer, así son los ogrontes).

Empezó por el ferrocarril: enroscaba las vías en un dedo y después las sorbía como si fueran tallarines.

Masticaba las casas como si fueran turrón. Y de tanto en tanto les daba un mordisquito a dos o tres árboles que había arrancado de raíz y que llevaba como un manojo de apio en la mano.

(Miren: acá la dibujante se asustó tanto que dejó el dibujo sin terminar y salió corriendo)


Fue haciendo arrolladitos con las calles y se las masticó despacio. La plaza la dobló en cuatro como un panqueque y se la comió con gusto (seguramente era dulce). Si alguna petunia se le escapaba de la boca la empujaba con el dedo hacia adentro.

Y comió y comió. Se lo comió todo (tengan en cuenta que los ogrontes son muy grandes y este era un pueblo chico).

Bueno, ahora el que se achicó es el cuento, porque empezó con un pueblo, una nena y un ogronte, y ahora ya no hay más pueblo. No hay nada más que una nena y un ogronte.

Y nada pero nada más.

Nada de nada: ni un arbolito, ni una petunia, ni un vestidito de muñeca, ni un colador de té, ni una polilla, ni la pelusa de un bolsillo. Nada más que Irulana en su banquito y un ogronte enorme que –aunque ustedes no lo vean porque el dibujo se terminó antes- está bostezando.


Está bostezando porque a ese ogronte, siempre que se comía un pueblo entero, le venía el sueño.

Pero Irulana no sabe que el ogronte bosteza. Tiene tanto miedo que cerró los ojos.

El ogronte da uno, dos, tres pasos más (y los pasos de los ogrontes llevan muy lejos) y, justo justo cuando está por descubrirla a Irulana en su banquito, se queda dormido. (Acá en esta página está todo un poco movido porque el ogronte se quedó dormido de golpe y cayó al suelo haciendo mucho ruido.)

Ahí fue cuando Irulana abrió los ojos y lo vio. Parecía una montaña, pero seguramente era un ogronte porque las montañas no usan botas lustrosas ni cinturones de cuero. Y roncaba, además, como sólo roncan los ogrontes.

Irulana era una nena valiente, pero también era chiquita, y se sentía sola. Cualquiera se sentiría solo en el lugar de Irulana. No tenía nada en el mundo. Nada más que un ogronte dormido y un banquito verde. Y eso no es nada. Es muy poquito.

Sobre todo cuando el aire se pone negro y se viene la noche oscura.
Oscura pero oscura oscura, oscurísima y oscura. La luna no había salido todavía y las estrellas estaban demasiado lejos.

Esta página de acá está toda oscura y toda vacía. Así de oscuro y de vacío estaba el mundo.


Entonces Irulana se puso de pie en su banquito, que, como estaba tan negro todo, ni siquiera era un banquito verde, y gritó bien pero bien fuerte, lo más fuerte que pudo gritar: ¡IRULANA!

Eso gritó. Una sola vez. Y, aunque Irulana tenía una voz chiquita, el nombre resonó muy fuerte en medio de lo oscuro.

Y el nombre creció y creció. La i, por ejemplo, tan flaquita que parecía se estiró muchísimo (no se quebró, porque era un i muy fuerte), y se convirtió en un hilo largo y fino que se enroscó alrededor del ogronte, de la cabeza del ogronte, de los pies del ogronte, de las manos del ogronte, de la panza inmensa donde estaba todo el pueblo.

Y la r se quedó sola en el aire, rugiendo de rabia, porque las r rugen muy bien, mejor que nadie.

Y la u se hundió en la tierra y cavó un pozo profundo, el más profundo del mundo.

Y entonces la r, que rugía como una mariposa furiosa, hizo rodar el ogronte hasta el fondo de la tierra.

En una de esas ustedes ponen cara de "no puede ser", y se ríen y dicen que una palabra no puede hacer esas cosas. Y yo digo que sí puede. Prueben, si no, de decir una palabra importante, una sola, en medio de la noche oscura y al lado de un ogronte…

La "lana" de Irulana se hizo un ovillo redondo y voló al cielo para tejer una luna. Hizo bien, porque entre una lana y una luna no hay tanta diferencia. Entonces la noche se iluminó.

Aquí está, toda iluminada. Ahora sí se puede ver bien lo que pasa en este cuento. Hay un ogronte enterrado en un pozo muy profundo, tan profundo que casi ni se ve que lo ataron como un matambre. Y hay una nena chiquita que mira la luna llena desde arriba de un banquito.

Parece que no hubiera nada más pero, si miran bien, allá lejos, en el fondo de la hoja, hay un montón de gente que vuelve. Si acercan la oreja al papel, tal vez oigan la música. Porque traen guitarras, violines y panderetas. Vienen a fundar un pueblo.

Y este cuento se termina más o menos como empieza: "había una vez un pueblo y una nena.
Ogronte, en cambio, no había (algunos pueblos tienen ogronte, pero éste no tenía)…” Es un cuento un poco igual y un poco diferente.

Eso sí, seguro que no es de miedo.
Graciela Montes

miércoles, 19 de febrero de 2014

Una Caperucita Roja muy especial

 
¡Imperdible! Para escuchar y reflexionar: ¡contar cuentos a nuestros niños es cosa seria!

lunes, 3 de diciembre de 2012

La luna se cayó

Laura Devetach es considerada discípulo y sucesora de M. Elena Walsh. Sus cuentos son un gran deleite para nuestros oídos y una delicada delicia para nutrir la imaginación de chicos y grandes.
Comparto con ustedes este bonito cuento:
 
La luna se cayó

Un día el granjero de la granja puso un melón sobre el techo para que madurase al sol.
Allí estaba el melón, madurando. Y era tan redondo que parecía una luna.
Una luna color melón, brillando en medio de la mañana.
El viento del verano iba y venía sobre la casa, sobre el techo y sobre el melón.
“Din don, campanón”, se hamacaba el viento. “Din don, campanón”, se hamacaba el melón con el viento. Y era como si la luna se hamacase en el techo.
Por el lado más verde del campito, galopando y caracoleando, llegó el burro de la granja y frenó el trote cuando vio el melón hamacándose sobre el techo. Lo miró, lo miró, y dijo muy preocupado:
–¡La luna se descolgó del cielo! ¡Esta noche la granja se quedará sin luna!
“Din don, campanón”, se hamacaba muy tranquilo el melón.
–¡Quieta, luna, que te caes! –gritó el burro estirando el cogote
para que la luna lo escuchara.
“Din don, campanón”, se hamacaba el melón.
Y hamacándose, hamacándose... ¡pácate! cayó a los pies del burro y se quedó con el cabo para arriba.
–¡Firuletes! –dijo el burro muy afligido–. La luna se descolgó y solito no la cuelgo yo. Voy a llamar al chivo para que me ayude a colgarla del cielo.
Y el chivo vino sacudiendo su cabezota con cuernos y moviendo la cola como un molinete.
–La luna se descolgó y solito no la cuelgo yo –dijo el burro–. Te llamé para que subas sobre mi lomo y me ayudes a colgarla en el cielo.
Y el chivo, tomando el melón por el cabo, subió sobre el burro y se estiró y se estiró para llegar al cielo. Pero no llegó.
–¡Firuletes! –dijo–. Llamaré el perro para que nos ayude.
Y el perro vino corriendo y husmeando todo lo que encontraba con su nariz brillante.
–La luna se ha descolgado y buen trabajo nos ha dado. Te llamé para que subas sobre mi lomo y nos ayudes a colgarla –le dijo el chivo.
Y el perro trepó y se estiró y se estiró, pero al cielo no llegó.
–¡Firuletes! –dijo–. Llamaré al gato para que nos ayude.
Y el gato vino haciendo rulos con su hermoso lomo.
–La luna se ha descolgado y buen trabajo nos ha dado. Te llamé para que subas sobre mi lomo y nos ayudes a colocarla –dijo el perro.
Y el gato trepó y se estiró y se estiró, pero al cielo no llegó.
–¡Firuletes! –dijo muy afligido–. Llamaré al pato.
Y el pato vino dando vueltas y vueltas como una calesita.
–La luna se ha descolgado y buen trabajo nos ha dado –dijo el gato–.
Te llamé para que subas sobre mi lomo y nos ayudes a colgarla.
Y el pato trepó y se estiró y se estiró, pero al cielo no llegó.
–¡Firuletes! –dijo–. Llamaré al granjero, que tiene una escalera muy alta.
–La luna se ha descolgado y buen trabajo nos ha dado –dijo el pato al granjero–. Queremos que con tu escalera nos ayudes a colgarla otra vez.
Y el granjero apoyó la escalera y trepó y trepó hasta llegar al pato que sostenía el melón por el cabito, allá arriba. Y lo miró y se puso a reír como loco y el pato también miró y se echó a reír como loco.
Y el pato sobre el gato y el gato sobre el perro y el perro sobre el chivo y el chivo sobre el burro, todos, miraron de nuevo. Y se echaron a reír.
–¡Es un melón, es un melón!
El granjero puso de nuevo el melón sobre el techo para que siguiera madurando. Y mientras todos seguían riéndose, el melón se hamacaba sobre el techo.
Esa noche la granja tuvo dos lunas.

Laura Devetach.